Muchos de nosotros hemos crecido en países donde el acceso al agua se da por sentado; donde un suministro constante y seguro de agua limpia se ha convertido en la norma. El agua potable está disponible gratuitamente “en el grifo” cuando y donde la necesitemos, mientras que se desperdician enormes cantidades, que se tiran por el desagüe o se vierten sin pensar. Pero las cosas están cambiando: a medida que nuestra demanda industrial y agrícola ha ido creciendo, el estrés hídrico[1], la pobreza[2] de agua, la escasez[3] de agua e incluso el robo[4] se están generalizando. Aunque las nuevas tecnologías ofrecen algunas vías de esperanza, los continentes, las naciones y los individuos tendrán que reevaluar radicalmente su relación financiera con este recurso, ya que se convierte cada vez más en una mercancía y potencialmente en una moneda por derecho propio.
En las últimas décadas, asegurar el suministro de agua y la independencia energética se han convertido en las fuerzas motrices de una serie de megaproyectos de ingeniería. Presas, embalses y nuevas vías fluviales han surgido en muchos países en desarrollo: El “Proyecto del Gran Río Artificial” en Libia[5], la “Gran Presa del Renacimiento de Etiopía[6]” y el “Proyecto de Transferencia de Agua Sur-Norte” en China[7] son tres ejemplos notables. Estos proyectos pretenden aportar seguridad hídrica a los países que sufren un agudo estrés hídrico, pero también conllevan riesgos medioambientales[8], financieros y políticos que aún no se han materializado[9].
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